Zalacáin el aventurero (I)

En reportajes anteriores (Juan Arza y Caída del Muro) hice referencias a la novela Zalacáin el aventurero, de Pío Baroja, llevada al cine en 1929 y parcialmente rodada en la ciudad del Ega. En este, y en el que le seguirá, transcribo íntegramente las andanzas de Martín Zalacáin en Estella, y, para comprensión de los lectores, añado en cursiva, al principio del primer reportaje, y al final del segundo, un breve resumen de la parte de la obra no transcrita.

Con estos reportajes ofrezco mi particular homenaje a la familia Baroja, a la que tanto debe Navarra, y de la que tan pocas atenciones recibe.

 El apellido Zalacáin lo llevan como segundo o posterior varias familias estellesas, y Antonio Zalacáin (1891-1938) y su hijo Mariano (1912-1973) regentaron hasta 1945 un taller de alfarería que se ubicaba en la calle San Nicolás.

Es, también, ocasión de divulgar grabados de las Guerras Carlistas, procedentes  principalmente de La Ilustración Española y Americana, y fotografías antiguas de Estella, cuya autoría, en muchos casos, me es desconocida.

En la medida de lo posible, las fotografías y los grabados se relacionan con el texto en el que van insertas.


Pío Baroja, su madre Carmen Nessi, su hermana Mª del Carmen Loreto, y los niños Julio y Pío Caro Baroja en el jardín de Itzea, su casa en Vera del Bidasoa (Navarra).

Zalacáin nace y vive en Urbía en un caserío cedido por la familia Ohando, uno de cuyos sirvientes mató en 1412 a Martín López de Zalacáin, antepasado de nuestro héroe.

Martín es un niño "decidido, temerario y audaz", que huérfano de padre se cría, sin escolarizar, enfrentado a los chicos de la ciudad. A los ocho años, acusado de ladrón por Carlos Ohando, "muchacho cerril, oscuro, tímido y de pasiones violentas", lo vence en pelea, y la enemistad de Carlos se transforma en odio.

Muere la madre a consecuencia de un accidente sufrido mientras presenciaba una actuación de circo, y es acogido por Miguel Tellagorri, quien lo inicia en la vida y le aconseja que se dedique al comercio y al contrabando.

Ignacia Zalacáin, hermana de Martín, entra al servicio de los Ohando, ocasión que aprovecha Carlos para intentar deshonrarla y vengarse de Martín, quien corteja a Catalina Ohando, hermana de Carlos.


Hornos de pan de campaña, en Oteiza de la Solana (Navarra), durante el acoso de las tropas cristinas a Estella.

Para evitar la deshonra, Martín da dinero a su amigo Bautista Urbide, oficial panadero enamorado de Catalina, para que se establezca y se case con ella. Como respuesta, Carlos Ohando envía a su hermana a un convento de Estella.

Dedicado al contrabando de caballos, armas y pertrechos, iniciada la guerra entran Martín y Bautista en Vera, donde son obligados a integrarse en la guerrilla del Cura Santa Cruz.

Participan de las actividades guerrilleras hasta que el Cura detiene una diligencia en la que van un periodista extranjero y la señorita Rosa Briones. Miembros del retén que lleva a los presos, desarman a sus compañeros y, perseguidos por las fuerzas de Santa Cruz, se refugian en Francia.

Acepta el encargo de cobrar a Don Carlos de Borbón unas letras, y, embarcado con destino a Zumaya, por Azpeitia, Tolosa y Echarri-Aranaz se dirige a Estella.


Fotografía del corredor que a través de la falla de Zumbelz separa las sierras de Urbasa y Andía comunicando Echarri-Aranaz y Estella. A la derecha se ve el largísimo muro de piedra seca que delimita la zona de pastos de la sierra. En el valle se ven las parcelas de Ibiricu de Yerri, producto de la roturación, en los años treinta o cuarenta del siglo pasado, de uno de los hayedos más frondosos de la sierra. Al fondo, la cubeta que forman los valles de Guesálaz y Yerri.

A las siete de la mañana, hora en que empezó a aclarar, salieron los tres, atravesaron el túnel de Lizarraga y comenzaron a descender hacia la llanada de Estella (...).

Atravesaron posiciones ocupadas por batallones carlistas. Entre los jefes había muchos extranjeros con flamantes uniformes austriacos, italianos y franceses, un tanto carnavalescos.

A media tarde comieron en Lezáun, y, arreando las caballerías, pasaron por Abárzuza. El extranjero explicó al paso la posición respectiva de liberales y carlistas en la batalla de Monte Muru y el sitio donde se desarrolló lo más fuerte de la acción en la que murió el general Concha.


Inauguración del monumento que el Ejército Español dedicó a Manuel Gutiérrez de la Concha e Irigoyen (Tucumán 1806-Abárzuza 1874), Marqués del Duero y General en Jefe del Ejército del Norte, fallecido en la batalla de Monte Muro durante el ataque liberal a Estella. El monumento puede verse al pie de la carretera que comunica Abárzuza y Estella. La Ilustración Española y Americana.

Al anochecer llegaron cerca de Estella.

Mucho antes de entrar en la corte carlista encontraron una compañía con un teniente, que les ordenó detenerse.

Mostraron los tres su pasaporte.

Al llegar cerca del convento de Recoletas era ya de noche.

-¿Quién vive? -gritó el centinela.

-España.

-¿Qué gente?

-Paisanos.

-Adelante.

Volvieron a mostrar sus documentos al cabo de guardia y entraron en la ciudad carlista.


Fotografía de Estella tomada a finales del siglo XIX, en la que se ve una ciudad que poco había cambiado desde que la pisara Zalacáin. A la izquierda, la fachada del convento de Recoletas. En el centroizquierda, en el ángulo que forma los dos altos edificios blancos del primer plano, puede verse el triángulo negro del portal de Santiago que cerraba el acceso a la ciudad, con la capilla del mismo nombre encima. Al fondo destaca la mole de la iglesia de San Miguel (centro) y del convento de Santo Domingo (derecha). En el centroderecha se ve la banda blanca, con una línea arbolada en el centro, que en la novela recibe el nombre de paseo de los Llanos.

Pasaron por el portal de Santiago, entraron en la calle Mayor y preguntaron en la posada si había alojamiento.
Una muchacha apareció en la escalera.

-Está la casa llena -dijo-. No hay sitio para tres personas; sólo una podría quedarse.

-¿Y las caballerías? -preguntó Bautista.

-Creo que hay sitio en la cuadra.

Fue la muchacha a verlo, y Martín dijo a Bautista:

-Puesto que hay posada para una persona, tú te puedes quedar aquí. Vale más que estemos separados y que hagamos como si no nos conociéramos.

-Sí, es verdad -contestó Bautista.

-Mañana, a la mañana, en la plaza nos encontraremos.

-Muy bien.

Vino la muchacha y dijo que había sitio en la cuadra para los jacos.

Entró Bautista en la casa con las caballerías, y el extranjero y Martín fueron, preguntando, a otra posada del paseo de los Llanos, donde les dieron alojamiento.

Llevaron a Martín a un cuarto desmantelado y polvoriento, en cuyo fondo había una alcoba estrecha, con las paredes cubiertas de unas manchas negras de humo. Sin duda, los huéspedes mataban las chinches quemándolas con una vela o con la lamparilla, y dejaban estos tranquilizadores rastros. En el gabinete y en la alcoba olía a cuadra, olor que venía de las junturas de las maderas del suelo.


Fotografía parcial de la plaza de Santiago entre los años 20 y 30 del siglo pasado. Las dos torretas blancas de la izquierda corresponden al convento de María Inmaculada (ver reportaje Hundimiento), la fachada blanca del fondo, a la antigua panadería de Urdiáin, y el cartel de la fachada de la izquierda anuncia la alpargatería de Fermín Elizaga, miembro de una de las más importantes sagas de gaiteros de la ciudad. En el centro de la plaza se ven las obras de pavimentación que la sanearon.

Martín sacó la carta de Levi-Álvarez y el paquete de letras cosido en el cuero de la bota, y separó las ya aceptadas y firmadas de las otras. Como éstas todas eran para Estella, las encerró en un sobre y escribió:

"Al general en jefe del ejército carlista."

-¿Será prudente -se dijo- entregar estas letras sin garantía alguna?

No pensó mucho tiempo, porque comprendió en seguida que era una locura pedir recibo o fianza.

-La verdad es que, si no quieren firmar, no puedo obligarles, y si me dan un recibo y luego se les ocurre quitármelo, con prenderme están al cabo de la calle. Aquí hay que hacer como si a uno le fuera indiferente la cosa, y si sale bien, aprovecharse de ella, y si no, dejarla.

Esperó a que se secara el sobre. Salió a la calle. Vio en la calle un sargento y, después de saludarle, le preguntó:

-¿Dónde se podrá ver al general?

-¡A qué general!

-Al general en jefe. Traigo unas cartas para él.

-Estará, probablemente, paseando en la plaza. Venga usted.


Fotografía parcial de la plaza de Los Fueros. Entre el arbolado, la caseta-urinario. A la derecha, la antigua casa de telégrafos, y sobre ella, recortada en el horizonte, la torre de la iglesia de San Miguel. En el centro, al fondo, la blanca fachada, con tejado a dos aguas, de la desaparecida Casa de Misericordia.

Fueron a la plaza. En los arcos, a la luz de unos faroles tristes de petróleo, paseaban algunos jefes carlistas. El sargento se acercó al grupo y, encarándose con uno de ellos, dijo:

-Mi general.

-¿Qué hay?

-Este paisano, que trae unas cartas para el general en jefe.

Martín se acercó y entregó los sobres. El general carlista se arrimó a un farol y los abrió. Era el general un hombre alto, flaco, de unos cincuenta años, de barba negra, con el brazo en cabestrillo. Llevaba una boina grande de gascón con una borla.

-¿Quién ha traído esto? -preguntó el general, con voz fuerte.

-Yo -dijo Martín.

-¿Sabe usted lo que venía aquí dentro?

-No, señor.

-¿Quién le ha dado a usted estos sobres?

-El señor Levi-Álvarez, de Bayona.

-¿Cómo ha venido usted hasta aquí?

-He ido de San Juan de Luz a Zumaya en barco, de Zumaya aquí, a caballo.

-¿Y no ha tenido usted ningún contratiempo en el camino?

-Ninguno.

-Aquí hay algunos papeles que hay que entregar al rey. ¿Quiere usted entregarlos, o que se los entregue yo?

-No tengo más encargo que dar estos sobres, y si hay contestación, volverla a Bayona.

-¿No es usted carlista? -preguntó el general, sorprendido del tono de indiferencia de Martín.

-Vivo en Francia y soy comerciante.

-¡Ah!, vamos, es usted francés.

Martín calló.

-¿Dónde para usted? -siguió preguntando el general.

-En una posada de ese paseo...


Comienzo por el Este del paseo de la Inmaculada, antes Sancho Abarca, y que en la novela se le nombra como paseo de los Llanos. A la izquierda, el actual Ayuntamiento, levantado sobre las ruinas del convento de San Francisco de Asís, que da nombre a la plazoleta, conocida antaño como Las Estellesas porque a principios del siglo XX en ella cogía y dejaba viajeros la compañía de automóviles del mismo nombre. Bajo los árboles se ve uno de los primeros automóviles que llegaron a la ciudad, y en la plazoleta se ven distintos modelos de carros, un coche de caballos, y varios tiros de mulas que hacían de "ordinario" entre los pueblos. A la derecha se ve un mulo cargado de plantones. Por el paseo baja un tiro de mulas.

-¿Del paseo de los Llanos?

-Creo que sí. Así se llama.

-¿Hay una administración de coches en el portal? ¿No?

-Sí, señor.

-Entonces, es la misma. ¿Piensa usted estar muchos días en Estella?

-Hasta que me digan si hay contestación o no.

-¿Cómo se llama usted?

-Martín Tellagorri.

-Está bien. Puede usted retirarse.

Saludó Martín y se fue a la posada. A la puerta se encontró con el extranjero.

-¿Dónde se mete usted? -le dijo-. Le andaba buscando.

-He ido a ver al general en jefe.

-¿De veras?

-Sí.

-¿Y le ha visto usted?

-Ya lo creo. Y le he dado las cartas que traía para él.

-¡Demonio! Eso sí que es ir deprisa. No le quisiera tener a usted de rival en un periódico. ¿Que le ha dicho a usted?

-Ha estado muy amable.

-Tenga usted cuidado, por si acaso. Mire usted que éstos son unos bandidos.

-Le he indicado que soy francés.

-¡Bah!, no importa. Este verano han fusilado a un periodista alemán amigo mío. Tenga usted cuidado.

-¡Oh! Lo tendré.

-Ahora, vamos a cenar.


Grabado de la Ilustración Española y Americana en el que se ve la boca de la sima de Igúzquiza.

Subieron las escaleras y entraron en una cocina grande.

Varios paisanos y soldados, congregados allí, charlaban. Se sentaron a cenar a una mesa larga, iluminada por un velón de varios mecheros que colgaba del techo.

Un hombre viejo, bajito, que presidía la mesa, se quitó la boina y comenzó a rezar; todos los comensales hicieron lo mismo, menos el extranjero, a quien advirtió Martín de su olvido, y que, al darse cuenta, se quitó apresuradamente la gorra.

En el transcurso de la cena, el hombre bajito habló más que nadie. Era navarro de la ribera. Tenía un tipo repulsivo, chato, de mirada oblicua, pómulos salientes, la boina pequeña echada sobre los ojos, como si, instintivamente, quisiera ocultar su mirada. Defendía la conducta del cabecilla asesino Rosas Samaniego, que estaba entonces preso en Estella, y le parecía poca cosa el echar a los hombres por la sima de Igúzquiza tratándose de liberales y de hombres que blasfemaban de su Dios y de su religión.


Fotografía tomada por Gabino Sanz Hermoso de Mendoza a principios del XX. Varias mujeres lavan en El Arenal, apoyadas sobre el revestimiento de cemento de un desagüe de los colectores de la ciudad. Al fondo, un antiguo trujal, y en el recodo del río unos jóvenes buscan algo en el agua.

Contó el tal viejo varias historias de la guerra carlista anterior. Una de ellas era verdaderamente odiosa y cobarde. Una vez, cerca de un río, yendo con la partida, se encontraron con diez o doce soldados jovencitos que lavaban sus camisas en el agua.

-A bayonetazos acabamos con todos -dijo el hombre sonriendo; luego añadió hipócritamente:

-Dios nos lo habrá perdonado.

Durante la cena, el repulsivo viejo estuvo contando hazañas por el estilo. Aquel tipo miserable y siniestro era fanático, violento y cobarde; se recreaba contando sus fechorías, manifestaba crueldad bastante para disimular su cobardía, tosquedad para darla como franqueza, y ruindad para darle el carácter de habilidad. Tenía la doble bestialidad de ser católico y de ser carlista.

Este desagradable y antipático personaje se puso después a clasificar los batallones carlistas según su valor: primero eran los navarros, como era natural, siendo él navarro; luego los castellanos, después los alaveses, luego los guipuzcoanos y, al último, los vizcaínos.

Por el curso de la conversación, se veía que había allá un ambienté de odios terribles: navarros, vascongados, alaveses, aragoneses y castellanos se odiaban a muerte. Todo ese fondo cabileño que duerme en el instinto provincial español estaba despierto. Unos se reprochaban a otros el ser cobardes, granujas y ladrones.


Blas Estrada, alias Barato, ataviado con su típica indumentaria lanza una jota al aire.

Martín se ahogaba en aquel antro, y, sin tomar el postre, se levanto de la mesa para marcharse. El extranjero le siguió y salieron los dos a la calle.

Lloviznaba. En algunas tabernas oscuras, a la luz de un quinqué de petróleo, se veían grupos de soldados. Se oía el rasguear de la guitarra; de cuando en cuando, una voz cantaba la jota, en la calle negra y silenciosa.

-Ya me está a mí cargando esta canción estólida -murmuró Martín.

-¿Cuál? -preguntó el extranjero.

-La jota. La encuentro como una cosa petulante. Me parece que le estoy oyendo hablar a ese viejo navarro de la posada. El que la canta quiere decir:

"Yo soy más valiente que nadie, más noble que nadie, más heroico que nadie."

-¿Y éstos no son más valientes que los demás españoles? -preguntó el extranjero maliciosamente.

-No lo sé; yo no lo creo, por lo menos. Yo, ahora mismo, si tuviera quinientos hombres, tomaba Estella por asalto y le pegaba fuego.

-¡Ja! ¡Ja! Es usted un hombre extraordinario.

-Es que lo digo porque lo creo.

-Yo también lo creo, y siento que no tenga usted los quinientos hombres. ¿Y qué decía usted de la gente del Ebro?

-Nada, que han decidido ellos mismos que son los únicos francos, los únicos leales porque hablan muy en bruto y cantan la jota.

-¿De manera que para usted este canto es como una falsificación del valor y de la energía?

-Sí, algo así.

-Está bien. Lo diré en mi próxima crónica. ¿No le parece a usted mal que me sirva de sus opiniones?

-De ningún modo, porque a mí no me sirven para nada.


Podía ser un sereno, pero es un perrero. En la imagen vemos a Aniceto Petit (en contra de lo que algunos creen, Petit era uno de sus apellidos, y no una referencia a su físico)  tal como lo retrató Julio Briñol. Este personaje, nacido en Estella, se estableció como zapatero en Pamplona, y ejerciendo de perrero municipal se presento candidato a la alcaldía con el siguiente programa: "1º, traer un brazo de mar, con barcos y todo, desde Pasajes a la Rochapea (barrio de Pamplona), donde se construirá un puerto marítimo. 2º, traer el pescado desde el Cantábrico directamente por tubería, disponiendo de esta forma los pamploneses de pescado fresco en inmejorables condiciones. 3º, solucionar el paro obrero suprimiendo el monte San Cristóbal, y dejando en su lugar una gran llanura". No le faltaron partidarios que lo pasearon a hombros por la ciudad al grito de ¡Viva Petit! ¡Puerto de mar en Pamplona!

Siguieron paseando, pero al alejarse un poco, un centinela les dio el alto y volvieron a la plaza. Se hallaba ésta solitaria.

Dieron varias vueltas y un sereno les saludó y les dijo:

-¿Qué hacen ustedes aquí?

-¿No se puede pasear? -preguntó Zalacáin.

-Hombre, sí; pero no es una hora muy a propósito.

-Es que hemos cenado tarde y estábamos dando una vuelta -dijo el extranjero-; no quisiéramos acostarnos tan pronto.

-¿Por qué no van ustedes allí? -dijo el sereno, señalando los balcones de una casa, que brillaban iluminados.

-¿Qué es lo que hay allí? -preguntó Martín.

-El casino -contestó el sereno.

-¿Y qué hacen ahora? -dijo el extranjero.

-Estarán jugando.

Se despidieron del vigilante nocturno y dejaron la plaza.

Después, dando un rodeo, salieron al paseo de Los Llanos, Una campana de un convento comenzó a tocar.

-Juego, campanas, carlismo y jota. ¡Qué español es esto, mi querido Martín! -dijo el extranjero.

-Pues yo también soy español, y todo eso me es muy antipático -contestó Martín.

-Sin embargo, son los caracteres que constituyen la tradición de su país -dijo el extranjero.

-Mi país es el monte -contestó Zalacáin.


Ninguno de los tres edificios de la derecha existen en la actualidad. En el más alto de los tres residió Carlos VII durante los años que "reinó" en Estella. Una reproducción de la placa que a principios de XX colocó el Sindicato de Iniciativas y Turismo lo recuerda.

Conformes Martín y Bautista, se encontraron en la plaza. Martín consideró que no convenía que le viesen hablar con su cuñado, y para decir lo hecho por él la noche anterior escribió en un papel su entrevista con el general.

Luego se fue a la plaza. Tocaba la charanga. Había unos soldados formados. En el balcón de una casa pequeña, enfrente de la iglesia de San Juan, estaba don Carlos con algunos de sus oficiales.

Esperó Martín a ver a Bautista, y cuando le vio le dijo:

-Que no nos vean juntos.

Y le entregó el papel.

Bautista se alejó, y poco después se acercó de nuevo a Martín y le dio otro pedazo de papel.

-¿Qué pasará? -se dijo Martín.

Se fue de la plaza, y cuando se vio solo leyó el papel de Bautista, que decía:

Ten cuidado. Está aquí el Cacho, de sargento. No andes por el centro del pueblo.

La advertencia de Bautista la consideró Martín de gran importancia. Sabía que el Cacho le odiaba y que, colocado en una posición para él superior, podía vengar sus antiguos rencores con toda la saña de aquel hombre pequeño, violento y colérico.


Grabado procedente de la obra de Mañé y Flaquer "El Osasis. Viaje al país de los Fueros". En el centro la fuente de la Mona, y a la derecha la cárcel en la que estuvo preso Zalacáin. Pueden verse, en la planta baja, las ventanas por las que se escapó.

Martín pasó por el puente del Azucarero, contemplando el agua verdosa del río. Al llegar a la plazoleta donde comienza la rúa Mayor del pueblo viejo, Martín se detuvo frente al palacio del duque de Granada de Ega, convertido en cárcel, a contemplar una fuente con un león tenante en medio, en cuyas garras sujeta un escudo de Navarra.

Estaba allí parado cuando vio que se le acercaba el extranjero.

-¡Hola, querido Martín! -le dijo.

-Hola. Buenos días.

-¿Va usted a echar un vistazo por este viejo barrio?

-Sí.

-Pues iré con usted.

Tomaron por la rúa Mayor, la calle principal del pueblo antiguo. A un lado y a otro se levantaban hermosas casas de piedra amarilla, con escudos y figuras tallados.

Luego, terminada la rúa, siguieron por la calle de Curtidores. Las antiguas casas solariegas mostraban sus grandes puertas cerradas; en algunos portales, convertidos en talleres de curtidores, se veían filas de pellejos colgados, y en el fondo, el agua casi inmóvil del río Ega, verdosa y turbia.


Fachada de la iglesia del Santo Sepulcro a principios del siglo XX.

Al final de esta calle se encontraron con la iglesia del Santo Sepulcro y se pararon a contemplarla. A Martín le pareció aquella portada de piedra amarilla, con sus santos desnarigados a pedradas, una cosa algo grotesca; pero el extranjero aseguró que era magnífica.

-¿De veras? -preguntó Martín.

-¡Oh! ¡Ya lo creo!

-¿Y la habrá hecho la gente de aquí? -preguntó Martín.

-¿Le parece a usted imposible que los de Estella hagan una cosa buena? -preguntó riendo el extranjero.

-¡Qué sé yo! No me parece que en este pueblo se haya inventado la pólvora.

En una calle transversal, las paredes de las anti¬guas casas hidalgas derrumbadas servían de cerca para los jardines. No se alejaron más, porque a pocos pasos estaba ya la guardia. Volvieron y subieron a San Pedro de la Rúa, iglesia colocada en un alto, a la cual se llegaba por unas escaleras desgastadas, entre cuyas losas crecía la hierba.

-Sentémonos aquí un momento -dijo el extranjero.

-Bueno, como usted quiera.


Vista parcial de Estella tomada por Domingo Llauró en 1960 desde la Cruz de los Castillos. En primer plano, el puente de San Martín, o del Azucarero.

Desde allí se veía casi todo Estella y los montes que le rodean, abajo el tejado de la cárcel y en un alto la ermita del Puy. Una vieja limpiaba las escaleras de piedra de la iglesia con una escoba, y cantaba a voz en grito:

¡Adiós los Llanos de Estella,

San Benito y Santa Clara,

convento de Recoletas,

donde yo me paseaba!

-Ya ve usted -dijo el extranjero- que, aunque a usted le parezca este pueblo tan desagradable, hay gente que le tiene cariño.

-¿Quién? -dijo Martín.

-El que ha inventado esa canción.

-Era un hombre de mal gusto.

La vieja se acercó al extranjero y a Martín y entabló conversación con ellos. Era una mujer pequeña, de ojos vivos y tez tostada.

-¿Usted será carlista, eh? -le preguntó el extranjero.

-Ya lo creo. En Estella todos somos carlistas, y tenemos la seguridad de que vendrá don Carlos, con la ayuda de Dios.

-Sí, es muy probable.

-¿Cómo probable? -exclamó la vieja-. Es seguro. ¿Usted no será de aquí?

-No, no soy español.

-¡Ah!, vamos.

Y la vieja, después de mirarle con curiosidad, siguió barriendo las escaleras


Dos componentes del Baile de la Era suben a la iglesia de San Pedro de Larrúa por las escaleras que conoció Zalacáin. Hoy no existen.

-Creo que le ha tenido a usted lástima al saber que no es usted español -dijo Martín.

-Sí, parece que sí -contestó el extranjero-. La verdad es que es triste que por ese estúpido hombre guapo se mate esta pobre gente.

-¿Por quién lo dice usted, por don Carlos? -preguntó Martín.

-Sí.

-¿Usted también cree que no es hombre de talento?

-¡Qué va a ser! Es un tipo vulgar sin ninguna condición. Luego, no tiene idea de nada. Hablé con él cuando el bombardeo de Irún, y no se puede us¬ted figurar nada más plano y más opaco.

-Pues no lo diga usted por ahí, porque le hacen a usted pedazos. Estos bestias están dispuestos a morir por su rey.

-¡Oh!, no lo diría. Además, ¿para qué? No había de convencer a nadie; unos son fanáticos y otros aventureros, y ninguno está dispuesto a dejarse persuadir. Pero no crea usted que todos tienen un gran respeto ni por don Carlos ni por sus generales. ¿No ha oído usted en la posada que hablan algunas veces de don Bobo?, pues se refieren al Pretendiente.

Vieron el extranjero y Martín las otras iglesias del pueblo, la Peña de los Castillos y la parroquia de Santa María, y volvieron a comer.

Afortunadamente, el viejecillo antipático no se sentaba a la mesa, y, en cambio, estaban un legitimista francés, el conde de Haussonville, de la legación extranjera, y un joven comandante carlista, llamado Iceta.


Iglesia de Santa María Jus del Castillo a que se refiere Baroja en la novela. A la derecha se ve uno de los muros del convento de Santo Domingo.

El conde de Haussonville fue la alegría de la mesa. El conde, hombre de unos cuarenta años, alto, grueso, derecho, rubio, hablaba en un castellano grotesco.

Lo verdaderamente gracioso de Haussonville era su apetito voraz. Todo lo que le daban de comer no le servia mas que de aperitivo. Había venido desde Caspe llevando prisionero a un brigadier valenciano, carlista, a que compareciera ante el Estado Mayor de don Carlos, y contaba su expedición de tal manera que hacía morirse de risa a todos.

Explicó su estancia en un pueblo, con el batallón metido en una iglesia, sin poder moverse por estar los caminos intransitables por la nieve, no comiendo más que habichuelas y teniendo por retrete un confesonario, y dio tales detalles, que todo el mundo reía a carcajadas.

-Un día, sobre todo, nos trajeron sidra -dijo el francés-, y entre la sidra y las habichuelas se nos armó una que tuvimos que hacer cola delante del confesonario. Pocas veces se ha visto una congregación de fieles tan apenados para entrar en el confesonario como nosotros. Jefes y soldados íbamos con gran dolor de corazón a cantar nuestra canción de las habichuelas a la pequeña garita del señor cura.

Después de maldecir de la alimentación leguminosa y de la alimentación patatosa, habló del resto del viaje.

Cada pueblo del tránsito le parecía una estación de calvario para su estómago hambriento; recordaba las aldeas por lo que había comido, o mejor dicho, por lo que había ayunado; aquí le habían dado por toda comida un caldo de berzas; allá, por cena, una colación de verduras cocidas; y, para colmo de desdichas, estaba alojado en Estella en casa de unas viejas solteronas, y, por la mañana, le daban chocolate con agua; por la tarde, cocido, y de noche, una sopa de ajo infame.

-Y siempre, siempre, poco -decía Haussonville, levantando los brazos al cielo.


Escudo del linaje Asensio que puede verse en uno de los pueblos que rodean Estella.

Iceta era un aventurero. Había estado al principio en la guerra; luego se fue a una república americana, tomó parte en una revolución, y después, expulsado de allí por rebelde, volvía al ejército carlista, en donde estaba ya violento y deseando marcharse.

Siguiéndole a todas partes, como amigo y asesor, iba un antiguo criado suyo, qué se llamaba Asensio, pero a quien se le conocía por estos dos motes: Asensio Lapurrá (Asensio el Ladrón) y Asenchio Araguiarrapatzallia (Asensio el Decomisador de Carne).

Este mote lo debía Asensio a haber sido consumero en su pueblo.

Asensio era graciosísimo hablando castellano; no había palabra que empleara bien.

Siempre que tenía que decir andamos, decía andemos; y, al contrario, empleaba vaiga por vaya, y hagáis por haced.

La conversación entre el conde de Haussonville y Asenchio Lapurrá era de lo más dislocada y pintoresca.

-Si aquí hubiera un buen quenerral -decía Haussonville-, la querrá estaba resuelta.

-Pueda, pueda que sí -contestaba Asensio.

-No saben manecar un grande equército, amigo Asensio.

-Si supieseis de tática, otra cosa sería.

Martín y el extranjero intimaron con Haussonville, con Iceta y con Asenchio Lapurrá, y se rieron a carcajadas con los mil quid pro quos que resultaban en la conversación del francés y del vasco.


Iglesia de San Juan Bautista. Fotografía tomada desde los porches del edificio en el que residió Carlos VII.

Asensio había estado en Cuba algún tiempo, de soldado, y contó anécdotas de aquella tierra. Lo que más le gustaba era hablar de los chinos.

-Son de mal intención, pero buenos cocineros, eso sí. Digáis a un chino que os haga un arroz. Os hace una cosa manífica. Es gente raro. Luego se ponen a hablar chun, chun, chun. ¿Y entenderles?, nada. ¿A nosotros?, rabia nos tenían. Y al que cogían la martirizaban. ¡Pse! Nosotros tamién algunos matemos.

Martín se reía a carcajadas con las explicaciones de Asenchio Lapurrá.

Después de comer en la posada, Martín, el extranjero, Iceta, Haussonville y Asensio, fueron a un café de la plaza, donde estuvieron hablando. Había ejercicios espirituales en la iglesia de San Juan, y una porción de beatos y de oficiales carlistas iban a la iglesia.

-¡Qué país! -dijo Haussonville-; la gente no hace más que ir a la iglesia. Todo es para el señor cura: las buenas comidas, las buenas chicas... Aquí no hay nada que hacer; todo para el señor cura.

Iceta y Haussonville contemplaban con desprecio aquel tropel de gente que se encaminaba hacia la iglesia.

-¿Bestias! -exclamaba Iceta, dando puñetazos en la mesa-. No quisiera más que poder ametrallarlos.

El francés murmuraba como diciéndoselo a sí mismo:

-¡España! ¡España! ¡Jamais de la vie! Mucha hidalguía, mucha misa, mucha jota; pero poco alimento.

-La guerra -añadía Asensio, metiendo la cucharada (Interviniendo en la conversación) -es cosa nada bueno.


Basílica del Puy nevada. Fotografía tomada por José Isaba Domeño.

Al día siguiente, por la noche, iba a acostarse Martín, cuando la posadera le llamó y le entregó una carta, que decía:

"Preséntese usted mañana, de madrugada, en la ermita del Puy, en donde se le devolverán las letras ya firmadas.-El general en jefe."

Debajo había una firma ilegible.

Martín se metió la carta en el bolsillo, y viendo que la posadera no se marchaba de su cuarto, le preguntó:

-¿Quería usted algo?

-Sí; nos han traído dos militares heridos y quisiéramos el cuarto de usted para uno de ellos. Si usted no tuviera inconveniente, le trasladaríamos abajo.

-Bueno; no tengo inconveniente.

Bajó a un cuarto del piso principal, que era una sala muy grande con dos alcobas. La sala tenía en medio un altar, iluminado con unas lámparas tristes de aceite. Martín se acostó; desde su cama veía las luces oscilantes, pero estas cosas no influían en su imaginación, y quedó dormido.


Grabado con camilleros durante la Guerra Carlista.

Era más de medianoche, cuando se despertó algo sobresaltado. En la alcoba próxima se oían quejas, alternando con voces de ¡ay, Dios mío!; ¡ay, Jesús mío!

-¿Qué demonio será esto? -pensó Martín.

Miró el reloj. Eran las tres. Se volvió a tender en la cama; pero con los lamentos no se pudo dormir y le pareció mejor levantarse. Se vistió y se acercó a la alcoba próxima y miró por entre las cortinas. Se veía vagamente a un hombre tendido en la cama.

-¿Qué le pasa a usted? -preguntó Martín.

-Estoy herido -murmuró el enfermo.

-¿Quiere usted alguna cosa?

-Agua.

A Martín le dio la impresión de conocer esta voz. Buscó por la sala una botella de agua, y, como no había en el cuarto, fue a la cocina. Al ruido de sus pasos, la voz de la patrona preguntó:

-¿Qué pasa?

-El herido, que quiere agua.

-Voy.

La patrona apareció en enaguas, y dijo, entregan¬do a Martín una lamparilla:

-Alumbre usted.


Grabado en el que varias mujeres atienden a un carlista herido. La Ilustración Española y Americana 15-11-1874.

Tomaron el agua y volvieron a la sala. Al entrar en la alcoba, Martín levantó el brazo, con lo que iluminó el rostro del enfermo y el suyo. El herido tomó el vaso en la mano, e incorporándose y mirando a Martín comenzó a gritar:

-¿Eres tú? ¡Canalla! ¡Ladrón! ¡Prendedle! ¡Prendedle!

El herido era Carlos Ohando.

Martín dejó la lamparilla sobre la mesa de noche.

-Márchese usted -dijo la patrona-. Está delirando.

Martín sabía que no deliraba; se retiró a la sala y escuchó, por si Carlos contaba alguna cosa a la patrona.

Martín esperó en su alcoba. En la sala, debajo del altar, estaba el equipaje de Ohando, consistente en un baúl y una maleta. Martín pensó que quizá Carlos guardara alguna carta de Catalina, y se dijo:

-Si esta noche encuentro una buena ocasión, descerrajaré el baúl.


Vista parcial de Estella, tomada desde El Puy hacia mediados del siglo XX, en la que se ven las tres principales parroquias de la ciudad. Fotografía procedente de los fondos del Gobierno de Navarra.

No la encontró. Iban a dar las cuatro de la mañana, cuando Martín, envuelto en su capote, se marchó hacia la ermita del Puy. Los carlistas estaban de maniobras. Llegó al campamento de don Carlos, y, mostrando su carta, le dejaron pasar.

-El señor está con dos reverendos padres -le advirtió un oficial.

-Vayan al diablo el señor y los reverendos padres -refunfuñó Zalacáin-. La verdad es que este rey es un rey ridículo.

Esperó Martín a que despachara el señor con los reverendos, hasta que el rozagante Borbón, con su aire de hombre bien cebado, salió de la ermita, rodeado de su Estado Mayor. Junto al Pretendiente iba una mujer a caballo, que Martín supuso sería doña Blanca.

-Ahí está el rey. Tiene usted que arrodillarse y besarle la mano -dijo el oficial.

Zalacáin no replico.

-Y darle el título de majestad.

Zalacáin no hizo caso.

Don Carlos no se fijó en Martín, y éste se acercó al general, quien le entregó las letras firmadas. Zalacáin las examinó. Estaban bien.


En el grabado, un cura carlista arenga a los fieles.

En aquel momento, un fraile castrense, con unos gestos de energúmeno, comenzó a arengar a las tropas.
Martín, sin que lo notara nadie, se fue alejando de allí y bajó al pueblo corriendo. El llevar en su bolsillo su fortuna, le hacía ser más asustadizo que una liebre.

A la hora en que los soldados formaban en la plaza, se presentó Martín, y, al ver a Bautista, le dijo:

-Vete a la iglesia y allí hablaremos.

Entraron los dos en la iglesia, y en una capilla oscura se sentaron en un banco.

-Toma las letras -le dijo Martín a Bautista-. ¡Guárdalas!

-¿Te las han dado ya firmadas?

-Sí.

-Hay que prepararse a salir de Estella en seguida.

-No sé si podremos -dijo Bautista.


Calle Chapitel. Al fondo, la Cruz de los Castillos. Al corresponder la fotografía a la misma persona (Velasco, fotógrafo desconocido en la ciudad) que fotografió al protagonista de la película "Zalacáin el aventurero", es probable que fuera tomada en 1929 coincidiendo con el rodaje.

-Aquí estamos en peligro. Además del Cacho, se encuentra en Estella Carlos Ohando.

-¿Cómo lo sabes?

-Porque le he visto.

-¿En dónde?

-Está en mi casa, herido.

-¿Y te ha visto él?

-Sí.

-Claro, están los dos -exclamó Bautista.

-¿Cómo los dos? ¿Qué quieres decir con eso?

-¿Yo? Nada.

-¿Tú sabes algo?

-No, hombre, no.

-O me lo dices, o se lo pregunto al mismo Carlos Ohando. ¿Es que está aquí Catalina?

-Sí, está aquí.

-¿De veras?

-Sí.

-¿En dónde?


A la izquierda, el convento de Recoletas. A la derecha, el acceso a la plaza de Santiago. La verja de hierro forjado que corona el muro, desapareció sin dejar rastro en los años 60.

-En el convento de Recoletas.

-¡Encerrada! ¿Y cómo lo sabes tú?

-Porque la he visto.

-¡Qué suerte! ¿La has visto?

-Sí, la he visto y le he hablado.

-¡Y eso querías ocultarme! Tú no eres amigo mío, Bautista.

Bautista protestó.

-¿Y ella sabe que estoy aquí?

-Sí, lo sabe.

-¿Cómo se puede verla? -dijo Zalacáin.

-Suele bordar en el convento, cerca de la ventana, y por la tarde sale a pasear a la huerta.

-Bueno. Me voy. Si me ocurre algo, le diré a ese señor extranjero que vaya a avisarte. Mira a ver si puedes alquilar un coche para marcharnos de aquí.

-Lo veré.

-Lo más pronto que puedas.

-Bueno.

-Adiós.

-Adiós, y prudencia.


La calle Mayor en una antigua instantánea. En la intersección de calles, dos mulos esperan.

Martín salió de la iglesia, tomó por la calle Mayor hacia el convento de las Recoletas, paseó arriba y abajo, horas y horas, sin llegar a ver a Catalina. Al anochecer tuvo la suerte de verla asomada a una ventana. Martín levantó la mano, y su novia, haciendo como que no le conocía, se retiró de la ventana. Martín quedó helado; luego Catalina volvió a aparecer, y lanzó un ovillo de hilo casi a los pies de Martín. Zalacáin lo recogió; tenía dentro un papel que decía. "A las ocho podemos hablar un momento. Espera cerca de la puerta de la tapia." Martín volvió a la posada, comió con un apetito extraordinario, y a las ocho en punto estaba en la puerta de la tapia esperando. Daban las ocho en el reloj de las iglesias de Estella, cuando Martín oyó dos golpecitos en la puerta; Martín contestó del mismo modo.

-¿Eres tú, Martín? -preguntó Catalina en voz baja.

-Sí, soy yo. ¿No nos podemos ver?

-Imposible.

-Yo me voy a marchar de Estella. ¿Querrás venir conmigo? -preguntó Martín.

-Sí. Pero ¿cómo salir de aquí?

-¿Estás dispuesta a hacer todo lo que yo te diga?

-Sí.

-¿A seguirme a todas partes?

-A todas partes.

-¿De veras?

-Aunque sea a morir. Ahora vete. ¡Por Dios! No nos sorprendan.


Otra instantánea del convento de Recoletas. Al fondo, la carretera por la que llegó Zalacáin a Estella. Fotografía cedida por Mariano Landa.

Martín se había olvidado de todos sus peligros; marchó a su casa y, sin pensar en espionajes, entró en la posada a ver a Bautista y le abrazó con entusiasmo.

-Pasado mañana -dijo Bautista- tenemos el coche.

-¿Lo has arreglado todo?

-Sí.

Martín salió de casa de su cuñado silbando alegremente. Al llegar cerca de su posada, dos serenos, que parecían estar espiándole, se le acercaron y le mandaron callar de mala manera.

-¡Hombre! ¿No se puede silbar? -preguntó Martín.

-No, señor.

-Bueno. No silbaré.

-Y si replica usted, va usted a la cárcel.

-No replico.

-¡Hala! ¡Hala! A la cárcel.

Zalacáin vio que buscaban un pretexto para encerrarle y aguantó los empellones que le dieron, y, en medio de los dos serenos, entró en la cárcel.

(Continuará en un próximo reportaje)

Marzo 2007

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© Javier Hermoso de Mendoza