TOROS, RUEDOS Y TOREROS

Desde tiempos remotos el toro ha ocupado un lugar importante en los ritos solares y de fertilidad de las culturas mediterráneas; en sus mitos y leyendas. Hoy la fiesta taurina sólo permanece en la Camarga, las Landas, y la Península Ibérica, en la que aún quedan restos de una raza salvaje, la betizu de nuestra montaña, de la que procedían los famosos toros de casta navarra.

Estela funeraria romana de Gastiáin.
Lleva grabado un toro.
Estela funeraria romana de Villatuerta.
Un hombre armado se enfrenta a un toro.

El toro ha sido un animal totémico asociado a ritos funerarios y religiosos. Quizá por ello en Estella cada parroquia tenía un mayordomo dedicado a organizar festejos taurinos en los que los curas participaban activamente. Como muestra, en 1632 el fiscal del Obispado planteó causa contra Lázaro Ruiz de Celedón, clérigo y beneficiario de la parroquia de Oteiza de la Solana, porque en la plaza de Estella "anduvo con mucha indecencia toreando, utilizando su propia capa". Y para evitar que los fieles abandonaran los templos durante los larguísimos sermones, los obispos prohibieron que durante las misas se organizaran festejos taurinos.


En esta fotografía, de mejor calidad que la que figura en la serie "Plaza de Los Fueros", se aprecia la entrada del encierro en la plaza.

La primera noticia de toros lidiados en Estella es del año 1393, en el que Carlos III mandó matar un toro en la plaza de San Juan -conocida ahora como de Los Fueros-, siendo el matatoros Juan de Sant Ander. A partir de aquellas fechas la afición debía ser tan grande, que se corrían toros por los sucesos más nimios. También se corrían para pedir protección divina, o para "alegrar a la gente después de la peste" que en 1599 diezmó la población estellesa.

En noviembre de 1592, con motivo de la visita de Felipe II, por 300 ducados se compraron en Tudela 18 toros que por el cambio de planes del monarca no se pudieron correr. Los animales llegaron flacos y enfermos, y solitos murieron o tuvieron que ser malamente vendidos. Cien años más tarde, en 1701 se compraron 6 novillos para la fiesta de San Juan, y dos para la víspera. Y en 1751 se corrieron 8 toros, de los cuales se mataron sólo dos.

Con los festejos los ánimos se alteraban. Según Idoate, el día de San Pedro de 1542, estando el obispo de visita en la ciudad hubo un auténtico motín popular. Esperando la corrida se pusieron a discutir un sastre y un tejedor. Intervino un soldado para separarlos y, como en Fuenteovejuna, todos los vecinos se metieron con él. La Justicia detuvo al soldado, y en su apoyo acudió la guarnición con las espadas desenvainadas. Cuando este rifirrafe se había calmado, un criado del obispo se empeñó en quitar una barrera para poder pasar con un caballo. Volvió a armarse la marimorena entre el pueblo y el acompañamiento del obispo. Tocaron a rebato las campanas de San Pedro, y acudió el vecindario poniendo en fuga a la gente del obispo y apedreando su residencia sin dejar un cristal sano. Apareció el prelado, calmó los ánimos, pero entonces intervinieron los bandos políticos en que se hallaba dividida la ciudad, y un par de desgraciados pecharon con las culpas.


En esta fotografía de la plaza de San Juan, en el ruedo se ve de todo: hasta un tonel de vino.

Cuando en 1625 se trasladó al primer domingo de agosto la fiesta de San Andrés, las corridas de Fiestas se repartieron entre la plaza de San Martín, donde el sábado se corrían los llamados toros de San Andrés, y la plaza de San Juan, donde la corrida se hacía el lunes.

Como la plaza de San Martín, por su reducida superficie, escasez de balcones y lo irregular de su empedrado no reunía condiciones para el buen desarrollo de los festejos, desde 1667 hasta bien entrado el s. XIX el Ayuntamiento estuvo pleiteando con la parroquia para trasladar las corridas a la plaza de San Juan. Los pleitos siempre los ganaba la parroquia, y sólo en ocasiones especiales se autorizaba el traslado de la corrida.

Quizá por este ir y venir de los festejos, en la plaza de San Juan nunca hubo un edificio público desde el que las autoridades pudieran presenciar las corridas, tal como sucede en Tudela con la "Casa del Reloj", o en Viana con esa réplica del ayuntamiento que hay en la plaza del Coso. Por esta carencia, durante los festejos los vecinos de la plaza de San Juan estaban obligados a ceder balcones y ventanas al Ayuntamiento.

Desjarrete del toro con lanzas, medias lunas, etc.
Goya.

El toreo de aquellos años poco tenía que ver con el actual: las reses eran sometidas al tormento de garrochas y alanceamiento desde rocines, a los que frecuentemente mataba el toro en plena plaza. A veces se cubría el cuerpo del animal con una manta llena de cohetes y bombas tronadoras; frecuentemente, el vecino de a pie desjarretaba las reses y las malhería con garrochas arrojadizas (llegaron a emplearse hasta 1.500 en un espectáculo) provistas de puntas de hierro, quedando los animales tan destrozados que había que sacarlos fuera de la ciudad para quemarlos. En aquellos festejos los toros no eran las únicas víctimas: la condesa D`Aulnoy escribió en el s. XVII, después de un viaje por España, que "la fiesta no resulta lucida si los toros no matan al menos diez hombres".

Toro de la ganadería navarra de Lizaso,
finales del siglo XIX.
El varilarguero Fernando del Toro se enfrenta a un
toro de casta navarra.
Serie Tauromaquia, de Goya.

Los toros navarros eran pequeños, nerviosos, y se revolvían en un palmo. Luis Fernández Salcedo los comparó con las guindillas: pequeños, rojos y picantes. Eran animales muy distintos a los actuales, y apenas se distinguían de los salvajes "betizus" (había ganaderos que cuando se quedaban sin reses, salían al monte, cogían las salvajes y las pasaban por suyas). Eran pacíficos en el soto, se pastoreaban a pie y comían de la mano del pastor, el cual, con la ayuda de un borrico, cruzando poblaciones y vadeando ríos los llevaba andando hasta las plazas de Barcelona, Madrid o Dax. Pero una vez en la plaza se transformaban en fieras que acometían su propia sombra y saltaban limpiamente la barrera persiguiendo a los toreros, lo que creaba incomodidad en ellos: a principios del s. XX, Guerrita dijo que "prefería los zarpazos de los tigres de Veragua a los picotazos de los mosquitos navarros". Esta sentencia, y el hecho de que el público empezara a preferir el arte al valor, llevó a la desaparición de la casta de toro navarro, la cual hoy intenta recuperar Miguel Reta Azcona en un comunal de Grocin limítrofe con Estella.


Finales del XVIII, grabado de Emmanuel Witz.

En aquellos tiempos las ganaderías navarras y castellanas, tenían en las plazas toriles y corrales separados.

Y desde el principio del toreo el toro navarro era tan famoso, que iniciada la conquista de México en 1521, siete años más tarde Juan Rodríguez Altamirano creo con reses navarras la primera ganadería americana, de la cual proceden todas las actuales. Aquella ganadería, que tomó de la hacienda de Atenco su nombre, aún existe y es la ganadería más antigua del mundo.

Un detalle curioso es que los jesuitas del Ecuador, no pudiendo proteger con perros sus campos, para evitar que los indios les robaran utilizaron con gran éxito toros navarros.

Iturgoyen (Guesálaz), años 50.

Una vaca arremete contra el "mochorrote",
hasta destrozarlo.

Marcaje de animales en la plaza.

Se da por hecho que la primera ganadería navarra fue la que creó el Marqués de Santacara en el siglo XVI. Pero el hecho de que Estella, en vez de comprar sus toros en Guesálaz, Yerri o Améscoa, donde pastaban libremente, en fecha tan lejana como 1565 los comprara en Mendavia, da pie a pensar en la existencia de alguna ganadería en los sotos riberos.

Estos toros se marcaron con una estrella para que fueran reconocidos cuando se corrían en otras partes, y tuvieron una vida azarosa: se trajeron para torearlos el día de San Juan; los trasladaron al soto de Villatuerta para volverlos a correr el día de San Pedro, pero escaparon volviendo a Mendavia, de donde fueron recogidos con mansos. Volvieron a fugarse, esta vez a "las Montañas", de donde los recogieron para torearlos por San Miguel. Este ir y venir de los animales indica que en aquellas fechas no todos los toros se mataban, sino que, como hoy las vacas, iban de festejo en festejo hasta que eran bien amortizados.

Peor suerte tuvo un semental que en 1770 se escapó de las vacadas de Iturgoyen y apareció en Puente la Reina. Un sacerdote puentesino tuvo la idea de correrlo ensogado por el pueblo, pero el toro fue tan maltratado y herido que murió. El Obispado atendió la reclamación los propietarios, por lo que el cura tuvo que abonar su valor a los de Iturgoyen.


Todos los autores están de acuerdo de que en Navarra está el origen del toreo de a pie. La ausencia de grandes propiedades, la escasa presencia de nobles, y el pastoreo sin caballo, permitió que los pastores navarros adquirieran una gran habilidad para sortear las embestidas del toro. Aquel era un toreo muy diferente al actual; más próximo a lo que hoy es el recorte de reses bravas y a las corridas vasco-landesas.

Era una forma de torear adecuada a las características de las reses de casta navarra, la cual fue inmortalizada por Goya: en la reproducción superior izquierda, puede verse a "Martincho", sentado en una silla y atados los pies, que con la sola ayuda de un sombrero se dispone a estoquear un toro; en la reproducción derecha se ve a Juanito Apiñari saltando al toro con la ayuda de una pértiga.


El famoso americano Mariano Ceballos, montado en un toro, se dispone a alancear otro toro. Goya.

En este arte brilló Jaime Aramburu Iznaga, llamado "El Judío", nacido en Estella el 21 de marzo de 1751. Este matatoros, ya madurito con 47 años sobre sus espaldas, se anunciaba de la siguiente guisa: "...montar un toro en pelo, sólo con una cinta maestra, sin más arreo, merendar encima del toro y después cantaré, tocaré y haré que baile un muñeco encima del toro...". El espectáculo sería parecido al que inmortalizó Goya en el grabado superior.

A principios del XIX hubo otro torero estellés, de nombre Jaime Noáin. Hoy el arte de Cúchares lo ejerce con profesionalidad y domino el diestro estellés Francisco Marco, y ha tenido que ser otro estellés -Pablo Hermoso de Mendoza- el que ha revolucionado el arte del rejoneo dándole una categoría y un reconocimiento superior al que a lo largo de los siglos ha tenido.


Foto de la plaza de toros de "El Majo", cuando era serrería.

Volviendo a las plazas, Lacarra opina que la larga pelea que tuvo el Ayuntamiento contra la parroquia de San Pedro fue el motivo por el que Esteban Larrión, apodado "El Majo", se gastara los miles de duros que obtuvo de la lotería en construir en el arrabal de San Agustín una plaza de toros cuya superficie de ruedo sólo era superada por la de Valencia. Fue una plaza de aspecto soberbio y elegante, levantada casi en su totalidad con piedra de sillería que se obtuvo de las murallas que lindaban con la plaza.

Con esta obra, Esteban Larrión se convirtió en el primer empresario taurino de que se tienen noticia en Navarra.

Cartel inaugural de 1845. Cartel novillada de 1848.

Fue inaugurada los días 29, 30 y 31 de agosto de 1845, y el 1 de septiembre se dio para la afición una novillada con vacas de Villafranca y Tudela. Se mataron 27 toros de las ganaderías de Ramón López de Ejea de los Caballeros, Francisco Lizaso de Tudela, y Pablo Elorz y Matías Bermejo de Peralta, siendo toreados, a razón de tres por la mañana y seis por la tarde, por Francisco Arjona "Cúchares", su maestro Juan León, y Zapaterillo. Un palco costaba 240 reales vellón para todas las corridas, y los tendidos cuatro reales por la mañana y seis por la tarde.

En el reglamento de la plaza se señalaba que no "se permitirá entrar en la Plaza con palo, vara ni zurriaga, sino con bastón de adorno", lo que da una idea de la costumbre existente.

1917. Anverso y reverso de la feria inaugural de la plaza.

Cuando "El Majo" preguntó a Cúchares qué le parecía la plaza, este, señalando a la gente que se disponía a presenciar la corrida desde las peñas, contestó: ¡que no ze yenará nunca! Y efectivamente: nunca se llenó. Dada la situación de la plaza, encajonada entre las peñas del Alto Redondo, San Lorenzo y La Rocheta, la afición prefirió gastarse los reales en vino y ver los toros desde los riscos. El negocio fracasó, y, tras estar dos años cerrada, el 14 de junio de 1848 se celebró una novillada con la que se cerró la plaza más efímera del mundo: sólo se dieron ocho festejos. A partir de entonces el ruedo fue huerto, después serrería, y hacia 1972 se derribó y en su solar se construyeron las viviendas llamadas de la Caja de Ahorros.


La plaza de toros nueva, preparada para ser inaugurada.

A partir de entonces volvieron los festejos en la plaza de San Juan, hasta que en 1916 el toro que tenía que lidiar Chato cucletas, saltó la barrera y tuvo que ser abatido por la Guardia Civil. Este hecho motivó que el Ayuntamiento construyera la actual plaza de toros, inaugurada el 2 de septiembre de 1917, cuatro años antes que la de Pamplona. Construida en estilo "árabe o granadino", su autor, el arquitecto estellés Matías Colmenares, preparó un proyecto ambicioso (para 5.000 espectadores y 80 palcos) que, por razones presupuestarias, hubo que recortar dejándola en 3.500 espectadores y 20 palcos, lo que era suficiente para los 5.500 habitantes que entonces tenía la ciudad. Costó 61.467 pesetas, y como no se pudo estrenar hasta septiembre, las Fiestas se atrasaron a los días 2, 3, 4 y 5 de ese mes. Se dieron dos corridas, y la lluvia obligó a suspender la novillada. Los precios oscilaron entre las 2,5 pesetas de sol y las 7 de barrera y sombra, y actuaron el matador Francisco Posada, que cuatro años antes había tomado la alternativa en Pamplona, y el novillero Francisco Peralta "Facultades".

Debió ser tanta la alegría del público, y llevaba tanto tiempo sin ver toros -en la plaza de San Juan, generalmente se hacían capeas en las que a veces se mataba algún novillo o vaca de deshecho-, que el primer día se dieron cuatro orejas y dos rabos, y la mitad al día siguiente, llevando a los diestros a hombros hasta el pórtico de la Basílica del Puy. Las ganaderías fueron, Zalduendo de Caparroso, y Alaiza de Tudela, y los toros mostraron la bravura de la casta navarra: en la primera corrida, Casimiro Hermoso de Mendoza y su cuadrilla de mulilleros, con la ropa impecablemente blanca, boina, cinto y pañuelo de color rojo, arrastraron siete caballos además de los toros.

Acudió a su inauguración el político catalán Francisco Cambó, quien a la sazón se hallaba en el Balneario de Betelu.


Toros de Villar Hnos. de Zamora, lidiados en 1918.

El año siguiente se celebró una corrida que hizo historia: se lidiaron seis impresionantes toros de Villar Hnos. de Zamora, los cuales estaban destinados a San Fermín, pero desavenencias de última hora facilitó el que vinieran a Estella.

En 1925 tres toros mataron nueve caballos. El cuarto toro fue tan manso, que no embistió ni poniéndole banderillas de fuego. En la novillada de aquél año, el novillero no acertó con la faena y el animal volvió por su propio pie a los corrales. En vista del fracaso, cuenta Satrústegui que delante del público se cortó la coleta.


Proyecto de la presidencia y palcos.

La plaza, con un diámetro de arena de 42 metros, y exterior de 60, fue hecha sin corrales, lo cual, según se dijo, fue una argucia para ampliar el presupuesto. Pero en vista de que el proyecto incluye dos pequeños toriles y patio de caballos, yo creo que no fue tal argucia, sino un fallo del arquitecto. Esta circunstancia hizo que la gente cantara: "Vaya un señor arquitecto/ que es Matías Colmenares/ haycho la plaza de toros/ y siá dejáu los corrales".

Construida por el estellés Zósimo Garmendia, el cemento de los tendidos se apoyó en tierra apisonada, lo que hizo que, al asentarse la tierra, a los pocos años estuviera hecha unos zorros: gradas inclinadas, levantadas, hundidas...

La plaza se pintó de azul y blanco: los colores del Izarra, equipo local de fútbol; colores que también decoraban la casi totalidad de las pequeñas construcciones que jalonaban el campo estellés. En una de las recientes reformas alguien cambió el azul por el granate, y desde entonces el color de las barreras está presente en el palco de autoridades y en la fachada.


Poco después de su inauguración, en una vista desde El Puy.

La nueva plaza avivó la afición estellesa, de manera que en la ciudad se llegó a editar el periódico "Estella taurina", del que se vendían 500 ejemplares, el cual fue escrito y financiado por el empresario estellés Luciano Ripa.

Cuenta Ricardo Erce que, a principios de los años 30, el aviador Luis Navarro Garnica, de Allo, acompañado por el estellés Eugenio Ochoa, al mando de un biplano Breguet Sesqui que había participado en el desembarco de Alhucemas, entró con la avioneta en la plaza, con tan mala suerte, que no pudo remontar lo suficiente y con el patín de aterrizaje que llevaba en la cola derribó parte del muro del tendido de sol. Otros dicen que el aviador fue el estellés Jesús Artegui, el cual quiso deslumbrar a sus vecinos, y a su novia, que debía estar por los tendidos.


No ha quedado constancia de muertos en el ruedo. Durante la Segunda Guerra Carlista, el 6 de noviembre de 1873 Doña María de las Nieves de Braganza presenció la cogida horrorosa de un mozo, el cual "por su pie fue a su casa, pero al día siguiente supe que fue con los pies por delante como volvió a su domicilio", cuenta en sus memorias. El joven había muerto en la Batalla de Montejurra.

Pero el hecho más trágico sucedió en la charlotada celebrada el 4 de agosto de 1952, cuando un torero entró a matar y dejó clavada la punta de la espada en la cruz de la res. Entonces el animal cabeceó, y la espada salió disparada hiriendo mortalmente a Antonio Osés Abaigar, niño de seis años (en la fotografía superior está señalado con un círculo), vecino de Noveleta, que desde el graderío de sombra presenciaba junto con su familia el espectáculo.


Vista parcial de la fachada.

La historia de la plaza está llena de anécdotas. Cuenta Iribarren, que en 1944 se organizó un Festival de Jotas al que acudieron cerca de 30 parejas con sus correspondientes músicos y danzantes. Estaban todos en el ruedo, dispuestos a desfilar, pero nadie arrancaba. Harto el presidente de hacer señales con el pañuelo, ordenó que se tocara la corneta. Al escucharla, el torilero interpretó mal la señal, y soltó una vaquilla que volteo a joteros y joteras, y especialmente se cebó en una voluminosa mujer de Peralta. Por la tarde los joteros cantaban en Estella: "Si vas a Estella a cantar/ no dejes de ir acolchada/ pues cuando menos lo piensas/ sueltan una vaca brava".

Anteriormente, en la plaza de San Juan toreaba uno de Pamplona llamado Gastoncillo. El primer toro no quiso saber nada y, saltando la barrera, fue a Dicastillo, de donde procedía. Cuando salió el segundo toro, cayó una tromba de agua y Gastoncillo toreó con un paraguas que le lanzó un espectador. No debió ser un engaño muy eficaz, pues el toro lo cogió por el bolsillo y lo paseo por todo el ruedo. Después el público le cantaba: "Gastoncillo, Gastoncillo/ te ha metido el toro el cuerno/ por el bolsillo".

En otra ocasión un vecino, al que llamaban "El Tordo", trajo de Filipinas un abanico de abacá que todas las damas querían comprar. Decidió vender boletos y sortearlo. En esas estaba, cuando soltaron una vaca que lo volteó varias veces y destrozó el abanico.

Nota: En el siglo XIX y anteriores se denominaba casta navarra a los toros de las ganaderías navarras, riojanas y aragonesas.

Mi agradecimiento a Saturnino Napal y su libro Navarra Tierra de Toros, sin cuya bibliografía este reportaje no hubiera sido tan completo. Así mismo, a Domingo Llauró y Eduardo Peral por sus carteles y fotos; a Lacarra, Iribarren, Satrústegui y Torrecilla por sus investigaciones y recuerdos, y a las imprentas Zunzarren y Echarri, editoras de los Programas de Fiestas. Y especialmente, a José Isaba, quién puso a mi disposición todo su archivo.

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© Javier Hermoso de Mendoza