Gigantes, Cabezudos y Caballicos Chepes.

 

Sierpes y tarascas.


Desde 1857 Estella tenía cuatro gigantes, dos cabezudos y un par de caballicos chepes (habían costado 3.458,55 reales), que para alegría y pavor de los críos animaban las Fiestas Patronales y constituían uno de sus platos más fuertes.

Cuando el 4 de marzo de 1876 la visitó Alfonso XII tras tomar las tropas liberales la ciudad, la nueva Corporación salió a recibirlo con gaiteros y gigantes, pero estos estaban tan deteriorados que las nuevas autoridades debieron sentirse incómodas.

No se sabe si para entonces las viejas cabezas de cartón-piedra habían sido sustituidas por otras de «mimbre pintado», más resistentes a los golpes y a la lluvia, pero realizadas con tan poco arte que resultaron un engendro tosco y deforme.

Nos lo cuenta Gregorio Iribas en su novela En las Améscoas. María del Puy, publicada por primera vez el año 1900, en la que uno de los protagonistas dice que la reforma había sido tan desastrosa que a la reina mora se le había «subido un pecho por lo menos un palmo de su sitio».



Gigantes del siglo XIX. Detrás del último se ve un Caballico Chepe con faldones. A la derecha, los materiales de construcción de las torres de la iglesia de San Juan. A la izquierda, el vallado mediante el que la plaza de los Fueros se transforma en plaza de Toros. En el horizonte, a la derecha, Peñaguda; en el centro-izquierda una curiosa vista de plataforma del Puy con los árboles formando un círculo.

Pero acabado un siglo en el que la ciudad había sido escenario principal de tres guerras, y había quedado económicamente exhausta, estos destartalados y desfigurados gigantes de mimbre seguían alegrando la vida de los estelleses, y con retoques de última hora salieron a recibir Alfonso XIII cuando el caluroso 29 de agosto de 1903 visitó Estella.

Si incomodidad sintió la Corporación de 1876, la de 1903 debió sentirse abochornada, por lo que se dispuso a cambiar las vetustas figuras.

Buscó asesoramiento en el entorno, pero no encontró mucho: Pamplona los tenía desde 1860, y el artesano que los hizo había fallecido; también tenía Bilbao unos viejos gigantes, pero Vitoria, que no los tenía, echaba mano de los de Pamplona, y San Sebastián, considerándolos indignos de la categoría de la ciudad, los había regalado a Irún.



Primera imagen conocida de los gigantes estrenados en 1905.

En ése árido panorama nuestro Alcalde se enteró de que Zaragoza acababa de estrenar comparsa. Se carteó con su homólogo de la ciudad maña, y éste le informó de la existencia del zaragozano Bartolomé Domingo, «maestro pintor del Hospicio Provincial», dedicado «a la construcción de gigantes y cabezudos», cuyas creaciones se paseaban por las calles de Zaragoza, Calahorra, Jaca, Jaén y Santiago de Compostela.

Y lo más importante: era barato. Trescientas pesetas un gigante de cuatro metros de altura, y cien pesetas por cada cabezudo de tamaño grande.

Otras referencias que se obtienen son positivas, pero nadie lo conoce en los ambientes artísticos de Zaragoza, por lo que su categoría profesional está en entredicho. Uno de los consultados propone desestimar la oferta y encargarla a un artista de prestigio (Dionisio Lasuén), pero... con tarifas mucho más elevadas.



Los gigantes el año 1928. Los gaiteros de Estella Hermanos Pérez de Lazárraga (los Zapatericos), que a mediados del siglo XX se afincaron en San Sebastián. Esta fotografía y las anteriores son del Archivo Gaiteros de Estella.

Como la ciudad no está para despilfarros, se encargan las figuras a Bartolomé Domingo, y éste envía bocetos para que los ediles elijan los más adecuados, proponiendo la representación de figuras históricas con relevancia local. Es lo habitual.

Reunida la Corporación, tras profundos debates se acuerda que representen a Carlos III el Noble y a Catalina de Foix. Monarcas que poco tienen en común, pues entre ellos median 107 años.

El primero estuvo casado con Leonor de Trastámara, y la segunda con Juan de Albret. Y claro, romper dos matrimonios y formar una nueva pareja, aunque llevaran siglos muertos, era demasiado para la mentalidad de la época.

No son los ediles quienes se dan cuenta del error, sino que, recibido el encargo, Bartolomé Domingo busca referencias históricas y, dada la diferencia de época que corresponde a cada uno de ellos, pide detalles sobre la forma de vestirlos.

Ante esta petición el Ayuntamiento se da cuenta de que ha metido la pata, y, sin cambiar las figuras (no hay fotografías ni retratos que nos digan cómo eran esos reyes), les cambia el nombre para que representen al matrimonio formado por Juan II de Aragón y Blanca de Navarra.



Los gigantes en 1965. El gaitero que toca el instrumento es Moisés Elizaga; tras él, los Pérez de Lazárraga, o Zapatericos. Foto del archivo de Ramón Murugarren.

Falta por decidir la segunda pareja. Como ese año se ha celebrado el tercer centenario de la publicación de El Quijote, a cuya conmemoración se ha sumado la ciudad, la Corporación decide que esté formada por Don Quijote y Dulcinea. Figuras que el artista ha entregado a la comparsa de Zaragoza.

Cuando Bartolomé Domingo recibe el encargo, informa que al añadir rodela, lanza y armadura de hojalata el precio de Don Quijote pasa de trescientas a quinientas pesetas.

Incremento que desequilibra lo previsto por el Ayuntamiento, quien responde, tajante, que no puede gastar más de mil ochocientas pesetas en total, por lo que si hay que suprimir a Don Quijote, se suprime, y si hay que reducir más gastos deben ser a costa de la calidad del vestuario.

Está visto que nuestros ediles sólo pensaron en el dinero y no repararon en el sobrepeso que recaería en el portador.



Nuestros gigantes en Biárritz en 1948. Los gaiteros son los hermanos Moisés y Edilberto Elizaga. Foto archivo de Jesús Sanz.

El Ayuntamiento cambia a Don Quijote y Dulcinea por una pareja de reyes moros, Bartolomé Domingo acepta «las mil ochocientas pesetas por los cuatro gigantes y cuatro cabezudos puestos en Estella», y se presta a subir a la ciudad para «vestirlos y armarlos en su día de inauguración».

Un nuevo problema surge cuando pregunta por el tipo de moros que debe hacer. ¿Deben ser «de raza blanca, o negra»?, pregunta el artista. Y sugiere hacer uno de cada.

El Alcalde le contesta que haga lo que quiera, pero recapacita, reúne a la Corporación, y decide que ambos sean negros.

Como Bartolomé debía tener avanzado el trabajo, a un rey blanco le pinta la cara de negro, le pone turbante, y todo arreglado. De esta manera tenemos una reina con rasgos negroides y un rey con rasgos europeos y tez negra.

El resultado es que la comparsa repite el número y personajes de la anterior: dos reyes blancos y dos reyes negros.



Cabezudos estrenados en 1905. De izquierda a derecha, Robaculeros, Boticario, Berrugón y Tuerto.

También hubo cambio en los cabezudos. El Ayuntamiento encargó dos enanos y dos bufones, pero el artista envía las fotografías de los entregados a Zaragoza, y la Corporación elije los que más le gustan:

El Robaculeros, que cuando acompaña a Don Quijote pasa a ser Sancho Panza, el Berrugón, el Tuerto, y el Boticario, que para diferenciarlo de su colega maño lo encarga con barbas.

No está nada mal que una ciudad pequeña tenga los mismos cabezudos que Zaragoza. Aunque todos no respondan al mismo nombre.



Bailando en la plaza de Santiago el año 2007.

Las Fiestas se acercan, y al carecer noticias surge la duda de si los gigantes llegarán a tiempo.

El Alcalde escribe a Zaragoza y, tras conocer el desarrollo de los trabajos, el veinte de julio se recibe el aviso de que se han terminado.

Las figuras llegan a Tafalla en tren, y los treinta kilómetros que median hasta la ciudad del Ega lo hacen en la galera que diariamente hace el servicio entre Tafalla y Estella, a la que llegan el domingo treinta de julio.



El Boticario ciclista. Foto de Pedro De Miguel, año 1984.

Con ellos se inaugura un nuevo reglamento. En él se recomienda que los cabezudos peguen «suavecito», y se estipula que por sacarlos mañana y tarde durante todas las Fiestas se pagarán cien pesetas, corriendo por cuenta de los portadores el gasto de vergas y botarrinas así como la reparación de los desperfectos que no se deban a «fuerza mayor».

Para facilitar su cumplimiento se les prohíbe beber durante el servicio, y para evitar tentaciones se les veta bailar ante las casas, ordenándoles que sólo «los bailarán marchando sin detenerse, aunque despacio, por la vía pública».

En cuanto al orden que deben seguir cuando acompañan a la Corporación, primero irán los cabezudos grandes (Robaculeros y Boticario), y cerrando la comitiva los pequeños (Berrugón y Tuerto).

En las procesiones, o en ausencia de la Corporación, el orden se invierte, y tras los cabezudos pequeños van los gigantes, y tras ellos los cabezudos grandes.

En ambos casos, los «caballicos chepes» (José Mª Iribarren decía que no conocía que existieran en España otros que los de Pamplona y Estella) son los que abren camino golpeando con sus botarrinas a críos y mozas.



Los gigantes se guardaban en el Hospital. Foto de Domingo Llauró, año 1962.

Pasaron tranquilamente los años, y en las Fiestas de 1947 se estrenaron los nuevos caballicos chepes, que, en sustitución de los existentes desde el siglo XIX, y siguiendo su modelo, armó con mimbre un artesano de Vitoria.

Ese mismo año la comparsa creció con la incorporación de cuatro cabezudos pequeños y dos nuevos gigantes que representaban a una pareja de estelleses vestidos con el traje típico y en actitud de bailar el Baile de la Era.

Su armazón fue realizado por los hermanos Laporta, ebanistas valencianos afincados en Estella, que enseñaron el oficio en la ciudad y dejaron un fecundo vivero de artesanos.



Tras las dos parejas estrenadas en 1905, la pareja del Baile de la Era, que paseó por las calles entre 1947-1954 aproximadamente, y que ahora se quieren recuperar. En primer plano los Caballicos Chepes.

La piel que recubre sus cabezas de mimbre es obra de Agustina Pla, esposa de uno de los Laporta. Era una verdadera artista. Lo mismo hacía muñecas que las pintaba, preparaba sus ropas, doraba marcos, trabajaba el cartón-piedra y muchas cosas más.

Cobraron dos mil pesetas, y de la mano de Agustina debieron salir los otros cuatro cabezudos que acompañan a los anteriormente citados: dos parejas, caracterizadas como vascos (ahora llamados abuela chocha y abuelo chocho) y aragoneses.

Estos nuevos gigantes, por tener los brazos en actitud de bailar la jota, no resultaron cómodos para circular por las estrechas calles de la ciudad, y estuvieron pocos años en activo.

Esta temporada 2009-2010, rescatados del olvido y el deterioro, la Compasa de Gigantes y Cabezudos está desarrollando una campaña para lograr su restauración.

Para ello, entre otras iniciativas, ha puesto a la venta un DVD, de gran calidad, con la despedida de los Gigantes que desde hace unos pocos años se celebra el último día de Fiestas, y cuya adquisición aconsejo.



Tocando la cara del cabezudo, Rosa Garbayo e Isabel Garrués, encargadas de repararlos y vestirlos.

Al estar hechos los gigantes de Bartolomé Domingo con cartón-piedra, todos los años debían pasar por un complicado proceso de restauración del que primero se encargó la Policía Municipal (La Merindad Estellesa de 1931 dice que «estaban en un estado lamentable», siendo retocados y pintados por el jefe de la Policía local, D. Eduardo Cifuentes).

En los años 40 cogió el testigo la citada Agustina Pla. Ésta lo pasó a María del Puy Erce y Araceli Echauri, a las que siguieron Rosa Garbayo e Isabel Garrués, y, finalmente, las hermanas Aurora e Isabel Garrués.

Personas que también se han venido encargando de reparar y confeccionar sus trajes.



Los mozos que los bailan se introducen en los gigantes. Año 2004.

Uno de los cambios más importantes que ha experimentado la comparsa está en su extracción y composición.

Hasta hace pocas décadas sus miembros salían de los sectores económicamente más necesitados de la ciudad, que bailaban las figuras por el magro dinero que cobraban.

Últimamente la forma un grupo de entusiastas estelleses, procedentes la mayoría del grupo de danzas Ibai Ega, que, aunque reciben una compensación económica, desarrollan una gran labor de cuidado y difusión de esas entrañables figuras.

Por su iniciativa, en 1987 el Ayuntamiento encargó unas copias de poliuretano para poder sacarlas por la calle sin temor a que sufran deterioro.



Los cabezudos se disponen a perseguir a los críos. Año 2004.

Copias que fueron presentadas en sociedad el 25 de mayo, festividad de la Virgen del Puy, para las que se recuperaron los colores y vestimentas originales de 1905, tiempos ha olvidados.

Años después se limpiaron los gigantes originales, se descarnaron y recubrieron de poliuretano (operación que a mí no me gustó, pues les quitó la gracia añeja que tenían, haciéndolos artificialmente jóvenes).

El año 2005 se celebró por todo lo alto su centenario, al que acudieron las comparsas de Tudela, Tafalla, Sangüesa, Tolosa y Deva.
 


Algunos huyen despavoridos y llorando.

Desde los más antiguos tiempos los gigantes han formado parte del subconsciente humano y han estado presentes en todas las culturas.

La primera referencia conocida corresponde a los sumerios, que hace más de seis mil años los construían representando a sus dioses protectores de la agricultura, y los colocaban junto a los cultivos.

En la mitología griega hay diverso género de gigantes. Están los Cíclopes, seres con costumbres salvajes y un solo ojo en medio de la frente.

También los Titanes, hijos de Urano (Cielo) y Gea (Tierra), que, rebelados contra su padre, aprovecharon su sueño para castrarlo y tirar al mar sus genitales.



El rey está desnudo.

Algunas gotas de su sangre cayeron a la tierra, dando origen a las tres Erinias: furias que vengan los crímenes de parricidio y perjurio.

La cultura clásica atribuía a los gigantes los efectos de los terremotos y la erupción de los volcanes.

Y no podían ser muertos por ningún dios, sino por un mortal con piel de león, por lo que Zeus envió a Heracles para que al frente de los olímpicos los destruyera.

En venganza, Gea yació con Tártaro, dando a luz a Tifón, el monstruo más grande que jamás ha existido.



Los más, ponen tierra de por medio. Año 2004.

También los celtas tuvieron sus gigantes. Julio César y Estrabón hablan de ellos, y nos cuentan de ritos en los que daban fuego a esas gigantescas figuras, en cuyo interior, como ofrenda propicia, encerraban a sus enemigos.

Sean o no préstamos de la cultura clásica o celta, la mitología vasca ha estado trufada de gigantes, convertidos en gentiles, moros (ambos en el sentido de antiguos; de épocas anteriores), el cíclope Tartalo o Tártaro (recuerdo el relato que sobre él escuché de niño a mi madre) y también Roldán, sobrino de Carlomagno, a quien popularmente se le atribuía una fuerza y un tamaño descomunal, y cuyas demostraciones están repartidas en nuestra geografía.



Unos se protegen, otros dialogan.

En el mundo judeo-cristiano, La Biblia, hablando del Diluvio (este fenómeno está recogido en la mitología de los cinco continentes), nos cuenta que «habiendo perecido al principio los orgullosos gigantes, la esperanza del mundo escapó al peligro en una balsa, que gobernada por tus manos, dejó al mundo semilla de posteridad» (Libro de la Sabiduría 14,6).

Desde los primeros años del Cristianismo, la Iglesia había incluido un gigante en su santoral: San Cristóbal, que según Jacobo de la Vorágine medía unos cinco metros de altura.

Relacionados en Europa con las festividades del solsticio de verano, se integraron en el culto cristiano a través de la festividad del Corpus Christi, instituida el año 1264 (ver nota 1), incorporando a la procesión figuras alegóricas procedentes del paganismo (gigantes, sierpes, tarascas, enanos, águilas, dragones, etc.), sometidas, simbólicamente, al poder de Cristo.



El último día de Fiestas, se despiden bailando. Año 2004.

En ciudades como Sevilla, cuya procesión está desde 1436 muy documentada, a la comitiva formada por pueblo, clero, gobierno y gremios precedían los enanos, que, al igual que nuestros cabezudos, aporreaban con sus botarrinas a la gente, simbolizando que el mal era ahuyentado por el bien, y una sierpe o tarasca (ver nota 2) de siete cabezas, escamada de verde y plata, cuyas fauces abrían y cerraban las personas que ocultas en su interior la empujaban y accionaban sus mecanismos.

Las parejas de gigantes, en número igual a las partes del mundo entonces conocido, escoltaban al Santísimo danzando. Y, vestidas por los mejores sastres de la ciudad, daban las pautas a la moda que se llevaría la siguiente temporada. Otro tanto sucedía en Valencia, Madrid y otras ciudades.



Otra despedida. En esta ocasión bailan los originales y las copias. Año 2005.

Tal jolgorio se formaba con las danzas y los animales fantásticos, que al llegar el Santísimo el pueblo había perdido el respeto y la compostura que el acto requería.

Por eso, el Consejo de Castilla prohibió en 1533 la coincidencia de la procesión con bailes y zarabandas.

Felipe III ordenó que la tarasca dejase de ir en las procesiones y esperase en la puerta del templo, y Carlos III prohibió en 1780, con escaso éxito, que «en ninguna iglesia de estos reinos haya en adelante danzas y gigantones y cese del todo esta práctica en procesiones y demás funciones eclesiásticas (puesto que) el pueblo las seguía de forma demasiado festiva y se distraía de la finalidad principal».



Los originales y las copias posan con los cabezudos y los miembros de la comparsa. Foto de Félix Corroza.

En Pamplona, en un libro manuscrito del siglo XVI aparece dibujado un caballico chepe (zaldicos se les llama en Pamplona) tocando la zampoña.

Arturo Campión, en su novela Don García Almoravid dice que la procesión de San Fermín del año 1276 iba precedida de tres gigantes (Pero Suciales, Mari Suciales y Jucef Lucurari). Algunas personas dan a este dato categoría de hecho cierto, cuando sólo es fruto de la imaginación del autor.

Otra invención corresponde a Ignacio Baleztena, quien recreó las fiestas de la coronación de Juan de Labrit (él dice que «han sido recopiladas como auténticas por sesudos investigadores de nuestro folklore»), en las que hace bailar tres gigantes que terminaron quemados.

Lo cierto es que la primera noticia de la existencia de gigantes en la capital navarra es de 1600, cuando Juanes de Larrainzar y siete compañeros llevaron los gigantes de la ciudad en la procesión del Corpus, acompañados de tres juglares o chunchuneros.



Otra fotografía de Félix Carroza. En ésta, las copias posan delante de la fachada del Santo Sepulcro. En esta fotografía vemos a todos los cabezudos. Comenzando por la izquierda del lector, el primero fue un regalo de Tudela, y junto con los antiguos, de 1905 (segundo, cuarto, sexto y octavo), vemos los tres que se extrenaron en las fiestas de 1918 (tercero, quinto y séptimo). Flanqueando la comparsa, los dos caballicos chepes.

Cuarenta y ocho años más tarde, Miguel de Gazólaz, «maestro de danzas de gigantes de la ciudad», recibió 152 reales «por haber regocijado la fiesta del glorioso San Fermín (...) con los seis gigantes de la Catedral, caballico, tarasca, los cuatro gigantes de fuego y un juglar».

El Ayuntamiento pamplonés no tenía gigantes propios, y sacaba los de la Catedral, corriendo con los gastos.

Pero armaba otros gigantes de fuego, de menor calidad, cargados de cohetes, buscapiés y otros ingenios, y tras pasearlos por la plaza después de la corrida, les prendían fuego.

Cuando Carlos III de Castilla los prohibió, los gigantes quedaron arrinconados, hasta que un carpintero que trabajaba en la colocación de las luminarias de la Catedral para festejar el 1 de noviembre de 1813 el fin de la Guerra de la Independencia -dice Baleztena-, topó con ellos, agarró uno y salió a la calle.

La idea tuvo éxito, y gustó tanto que desde entonces el municipio volvió a sacar la alegre comparsa en todos los festejos oficiales.



Los gigantes de Estella y las comparsas que acudieron a la fiesta de su centenario. Arriba, los de Tafalla y Deba. En el centro, los de Tolosa y Estella. Abajo, los de Sangüesa y Tudela.

¿Y en Estella? Hay constancia de que en los siglos XVI y XVII, tarascas, sierpes, gigantes y enanos (cabezudos) acompañaban al Santísimo en la procesión del Corpus, y es de suponer que después de la Real Cédula de Carlos III de Castilla los gigantes y enanos abandonaron el ámbito religioso y pasaron al civil para alegrar las fiestas y acompañar a la Corporación en los actos solemnes.

No faltaban en la ciudad artesanos capaces de darles vida. Cuando el 17 de noviembre de 1592 pernoctó en Estella el rey Felipe II, la ciudad encargó al polvorista estellés Miguel de Aguirre (en 1584 había preparado para el Ayuntamiento de Pamplona una tarasca) un dragón que colocado «en la fuente de la plaza de San Martín (...) echara fuego y güetes (cohetes) por la boca» y, cuando terminara su arsenal de fuego, de la fuente manara vino del que pudiera beber el pueblo.



Las comparsas anteriormente citadas bailan en la fiesta del  centenario.

El rey, viejo y achacoso, helado y sufriendo un ataque de gota, se retiró a sus aposentos en el palacio del Marqués de Cortes (hoy museo Gustavo de Maeztu), y cuando se cebó el dragón y empezaron a tronar los cohetes, envió a dos emisarios para rogar «que no echase fuego, porque no gustaba dello Su Magestad».

Presupuestada la sierpe en 400 reales, a la mañana siguiente, mojada por las ventiscas de nieve que no cesaron en toda la noche, no se consiguió que echara «fuego por la boca y por otras partes», por lo que a Aguirre se le descontaron 70 reales, y «se mandó que el justicia o su teniente cobren la sierpe y se ponga en el Vínculo para ponerla los días del Sacramento».

Es la primera noticia que se tiene de sierpes o tarascas en Estella, y el hecho de guardarla para «ponerla los días del Sacramento» informa de la costumbre de utilizar esos animales fantásticos en la procesión del Corpus Christi estellés.



La comparsa de Deba baila en la fiesta del centenario. Junto a los gigantes oficiales, dos pequeños gigantes con los rasgos de los gaiteros Salvador Martínez y Juan Carlos Duñabeitia.

De ahí a utilizar gigantes y cabezudos hay un pequeño paso, y es de suponer que, de forma ininterrumpida o no, esos personajes han estado presentes desde entonces en la ciudad, formando el más importante elemento de las Fiestas Patronales, hasta el punto de que, en la práctica, éstas no comienzan con el disparo de El Cohete, sino con la salida de los Gigantes y Cabezudos en las primeras horas de la tarde del víspera, que de siempre se ha llamado Viernes de Gigantes.

Abundando en su importancia, las cuadrillas, peñas o murgas que participaban en las Fiestas se hacían acompañar de un pequeño gigante que para la ocasión preparaban sus miembros.



Los gigantes de Tolosa en acción. Nos ofrecieron unos bailes espectaculares.

Y en 2004, el inigualable e irrepetible Antonio Jordana (fallecido en julio de 2008), preparó réplicas de los gigantes y cabezudos (verlos en el reportaje Barriadas del Puy), y creó su propia leyenda, que resumida dice así: Juan y Blanca tuvieron cuatro hijos de un parto, a los que pusieron de nombre Berrugón, Boticario, Robaculeros y Tuerto. Estando merendando en el pinar de Santa Bárbara, se declaró un incendio, y al no poder cruzar el río con los hijos, los escondieron en la cueva de Los Longinos. No se acordaron de ellos hasta que llegó el Viernes de Gigantes, y cuando fueron a recogerlos se encontraron con que por la poca altura de la cueva no habían podido desarrollar las piernas y todo el crecimiento se les fue a la cabeza.

Otra figura típica de nuestras fiestas es el toro de fuego (nada tiene que ver con el que se corre en Aragón y Valencia). Se trata de un torico de cartón-piedra, con bengalas, cohetes y una rueda de fuego en el lomo, que a hombros de un joven o sobre un remolque de bicicleta corre detrás de los críos mientras consume su pólvora.

En Estella sale casi todas las noches de las Fiestas Patronales, en las fiestas de los barrios y en ocasiones especiales.



La peña Los del Bombo, en las Fiestas de 1927, con los gaiteros Hermanos Elizaga. El gigante que los acompaña lleva un bombo colgando del hombro.

Nota 1: Se dice -no lo tengo muy claro- que la fiesta del Corpus se debe al celo de la monja belga Juliana de Mont Cornillón (Santa Juliana de Lieja), que, impulsada por las revelaciones que tuvo, consiguió que el obispo de Lieja, Roberto de Torotte, la instituyera, celebrándose por primera vez en 1246.

Parece tener más verosimilitud el que Pedro de Praga, sacerdote de Bohemia que dudaba de la Transustanciación (conversión del pan y el vino en el cuerpo de Cristo), estando celebrando misa en Bolsena observó que la sagrada Hostia rezumaba sangre que empapó los corporales (un milagro parecido se dio en Daroca y en El Cebrero).

Conocido el hecho por el Papa Urbano IV, que a la sazón se hallaba en la vecina Orvieto, ordenó que le llevaran los corporales (paños utilizados en la consagración), y, viendo el milagro, instituyó la fiesta del Corpus Christi (Cuerpo de Cristo) mediante la Bula Transiturum de hoc mundo, encargando a Santo Tomás de Aquino la preparación del oficio litúrgico y la confección de los himnos.



El gigante y el pequeño atabalero. Año 2004.

En 1290 el Papa Nicolás IV colocó la primera piedra de la nueva catedral construida en Orvieto para custodiar y venerar los corporales, y la fiesta fue ratificada por los papas Clemente V (1311) y Juan XXII (1317). Papa que instituyó la procesión.

Considerada como una de las tres fiestas más importantes de la liturgia católica (Tres jueves hay en el año que relucen más que el sol: Jueves Santo, Corpus Christi y el Día de la Ascensión), es, a su vez, una de las que más tardíamente se instituyeron en la Edad Media.

Celebración esencialmente urbana, desde el principio fue una fiesta alegre, casi profana (ya en la Bula citada se dice: «Cante la fe, dance la esperanza, salte de gozo la caridad»), en la que la música, la danza, y los monstruos estuvieron presentes.

Fue, también, una celebración en la que se recogieron tradiciones paganas que giraban en torno a las fiestas de primavera y del solsticio de verano, de las que derivan, principalmente, las enramadas y alfombras vegetales con las que se cubrían las calles por las que pasaba la procesión, echando pétalos de rosas al paso del Santísimo.



Tarasca para la procesión del Corpus de Madrid, año 1667. Archivo de la Villa.

Nota 2: La tarasca, conocida también como sierpe (serpiente), era un ser monstruoso (dragón, serpiente, pez o demonio) construido con madera, mimbre y tela, con partes móviles y montado sobre ruedas, accionado e impulsado por gente oculta en su interior.

Representaba a los vicios humanos, dominados por virtudes simbolizadas por una moza o crío, llamado tarasquillo, que iba en una especie de trono o torreta situada en lo más alto del monstruo.

Esta persona, y las que la impulsaban, destocaba a cuantos espectadores quedaban embobados y se descuidaban.



Se observan.

Tiene su origen en el dragón que según la Leyenda Dorada de Jacobo de la Vorágine asolaba las orillas del Ródano en los comienzos del cristianismo y fue dominado por Santa Marta cerca de la población de Tarascón-sur-Ariège.

Se dice que cuando iba a devorar a la Santa, ésta hizo la Señal de la Cruz, le roció con agua bendita, y el monstruo se postró a sus pies. Marta lo ató con su cordón y lo llevó a la ciudad como si fuera un manso cordero.

Conmemorando este milagro, el dragón formaba parte de la procesión del Corpus en Tarascón, de donde pasó a otras poblaciones con el nombre de tarasca.



Esperando que la Corporación baje del Puy. El escritor aragonés Ramón J. Sender dijo que perdió el respeto a los gigantes al observar que hablaban «por la bragueta»

Nota 3: Básicamente, este reportaje está basado en la Pequeña historia de los Gigantes de Estella, de Javier Itúrbide Díaz, a la sazón, bibliotecario de Estella, y en Comparsas de Gigantes y Cabezudos, de Ignacio Baleztena.

Para saber más sobre los gigantes tenemos la web de la comparsa: www.gigantestella.com

Y para ver más fotos sobre ellos, en esta misma página, el trabajo El Cohete.

marzo 2010

 

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© Javier Hermoso de Mendoza